Hace algunos años y con la liberación de algunos integrantes de grupos subversivos, creció el temor de la población de que estos se reagrupen y utilicen las urnas para ingresar al sistema democrático y logren obtener un poder político legítimo. Decían que eso no podía ser posible porque esas eran personas ideologizadas que usaban la violencia para imponer sus ideas a los demás.
Si ese era el miedo de fondo, es decir, que personas violentas tomen el poder político ganado en las urnas para imponernos sus creencias e intereses, hemos de suponer, entonces, que también evocamos la violencia cuando se dictan leyes para dificultar el encarcelamiento de las organizaciones criminales que mantienen en pánico a la población; o leyes que pretenden amnistiar a militares y policías que han cometido graves violaciones a los derechos humanos durante el conflicto armado interno en nuestro país; o leyes que persiguen el retiro del Perú del Sistema Interamericano de Derechos Humanos para dejar en mayor indefensión a las víctimas de un Estado que —ya hemos visto— puede cometer abusos contra las personas; entre otras tantas cosas que hoy la mayoría de políticos peruanos hacen con total descaro “en nombre de la democracia y la soberanía nacional”.
Porque si todas esas fechorías (abandonar a la población en manos de la delincuencia, abusar de las personas mediante la fuerza pública sin sanción alguna, capturar el sistema político para beneficiar a unos cuantos y negarle a las personas el acceso a una justicia imparcial) no son actos de violencia contra la población más vulnerable, entonces qué lo es. Y es que no estamos discutiendo sobre modelos de gobierno democráticos (más o menos conservadores, más o menos progresistas). El debate gira en cuán dispuestos estamos a permitir que nuestra democracia, sus principios y reglas, siga siendo asaltada por la delincuencia y la corrupción… por lobos disfrazados de democracia.
Salvo que alguien piense que dejar que los niños mueran por la ingesta de alimentos descompuestos no es cosa de delincuentes (tan igual como que algunos legisladores se apropien de parte del sueldo de los trabajadores que les asigna el Parlamento, o que se contribuya para que ciertas actividades ilegales se mantengan en eternos procesos de adecuación, o que se acorten los plazos de prescripción delictiva para beneficiar directamente a políticos que están siendo procesados por actos de corrupción), algo tendríamos que hacer como ciudadanos comprometidos con el Estado Constitucional Democrático de Derecho para preservar las garantías del ejercicio institucionalizado del poder político (que previenen la arbitrariedad y la exclusión política), y los valores liberales y sociales que este adopta (que eliminan el autoritarismo y la exclusión social)[1].
“Nos hemos creído el cuento de que todo aquello que pasa por las urnas goza de legitimidad, incluso aquellos que desde el propio sistema buscan destruir la democracia”.
Una primera cosa que podemos hacer, y que en estos tiempos podría resultar hasta un acto de rebeldía, es no dejar de leer e informarnos adecuadamente de lo que pasa aquí y en el resto del mundo. Estar bien informados refuerza nuestros argumentos y nos prepara para la vida democrática. Pienso que es posible combatir la violencia que viene del aparato público con información, razón y argumentos; y mientras más personas hagan suyos estos instrumentos en sus discusiones con otros ciudadanos, como sociedad tendremos mejores herramientas para resistir y responder al poder autoritario que se percibe absoluto.
Recordemos que la democracia no solo es una forma de gobierno, sino también una práctica social: siempre es mejor dar argumentos a los demás para poder comprendernos entre nosotros y respetar nuestras diferencias, que la imposición de preferencias personales por la fuerza. Cuando las personas aprenden a tratarse con igual respeto en el día a día a través del diálogo y el entendimiento, es más difícil admitir que algún gobierno pretenda quitarnos ese orden ganado, esa forma de vida democrática, porque la conocemos, la hemos hecho nuestra y la vivimos.
No obstante, nos hemos creído el cuento de que todo aquello que pasa por las urnas goza de legitimidad, incluso aquellos que desde el propio sistema buscan destruir la democracia, y así, hemos cedido parte de lo ganado como sociedad a los violentos, a los que desnaturalizan los fines de la política, a los que buscan quitarnos derechos, a los que reinan y construyen imperios en medio de la informalidad y la delincuencia. Esos son los que hoy lamentablemente nos gobiernan.
Son tiempos recios, sí, tiempos en los que nos quieren hacer creer que hablar, argumentar, dar razones y decir las cosas como son no es importante, y que solo en nuestra cabeza todo es muy complejo. ¿Pero cuándo las cosas han sido fáciles en nuestro país y cuándo no hemos necesitado de mucho sentido crítico para cambiar algo? Así que ¡no cedamos!, sigamos siendo una fuerza revolucionaria en el lugar en el que estemos, sigamos denunciando la violencia contra los más débiles y —entre tanto bombardeo de desinformación e información tonta— sigamos haciendo el gran esfuerzo de pensar.
* Artículo publicado en simultáneo con el portal Lima Times.
[1] Joseph Aguiló Regla, Sobre la constitución del Estado Constitucional, DOXA. Cuadernos de Filosofía del Derecho, 2001, Nº 24, p. 450.